Así fue que Eduardo luego de una buena borrachera a la salida del bar tomó a
Flora por la fuerza, la llevó a rastras hasta donde el sonido estridente de
la orquesta se alejaba, y la dejó caer contra el césped húmedo por la llovizna
madrugadora de aquel domingo. Se echó sobre ella como una manta con apetito
de hombre, dejando salir unas cuantas gotas de vida dentro de ella. Así se
inventó Carlos Rodolfo en el vientre de Flora. Él creció sin parar por ocho
redondos y enormes meses, hasta que un temblor de tierra aceleró la salida de
la criatura. Fue curioso ver al pueblo entero en las calles corriendo por
todos lados. Los gritos cruzaban las calles, los patos balanceaban sus alas
corriendo de puntillas, los pavos cojeaban de ambas patas, y Flora
tendida sobre el suelo en plena plaza ayudada por Eduardo. Ella pujaba
y pujaba para que se saliera el condenado mocoso, pero no salía. El temblor
se había esfumado del piso, y todo el pueblo presuroso rodeaba a la infeliz
pareja formando un círculo de mirones. Flora se mordía los labios mientras su
piel se hundía en sudor. Se sacó los zapatos y los sujetó Doña Isabel, que
era la mejor amiga de la abuela de Flora, que su vez sostenía el vestido de
su nieta. -Puja!- le gritaban todos. Eduardo sólo atinaba a meter sus enormes
manos grasosas buscando la cabeza de Carlos Rodolfo, pero no sabía en dónde
buscar. Así se acercó a ellos la más curiosa de todas los testigos, Doña
Luchita y con su puro en la boca. Ella se inclinó de rodillas, y tras pedir a
su hija Laurita -Una toalla caliente con agua!- para ponerla Dios sabe dónde,
se dedicaba sin retrasos a hurgar dentro de la desvalida Flora. La cabeza del
condenado no quería salir. -No puede ser!- se recriminó. Arrojó el puro que
hacía apestar el ambiente y se metió por debajo del vestido como una perra
faldera. Menudo fue el momento en que ocurrió venírsele un infarto a la pobre
Doña Luchita. Ya vieran a las dos tiradas sobre sus espaldas: una trayendo
vida a este mundo y la otra desgraciada dejándola salir. Pronto Doña Luchita
en cuestión de minutos dejó de existir. Eduardo, que para decir estupideces
siempre perdía por estúpido, dijo: -Mi hijo se tragó la vida de esa vieja!-.
Muy inteligente de su parte aquella frase, porque cuando terminó de pronunciar
su última palabra, no quedó nadie a la vista que pudiera ayudarlos. Todos
estaban mirándolos escondidos detrás de los árboles de la plaza. Y así parió
Flora al gran general victorioso Carlos Rodolfo Aguilar Treviño, jefe máximo
de las fuerzas armadas de Chamberra. Quién diría que usaría ese extraño poder
de matar gente con su desnudez en las luchas que libraría durante su vida.
Todas las viejas del pueblo dijeron que ya había ocurrido antes. Que hacía
197 años otro niño había logrado la independencia de Chamberra, siendo
soldado gracias a ese mismo poder. Tras haber optado por dos años en el
monasterio del pueblo, queriendo hacerse curita desde sus 16 hasta los 18, el
futuro general decidió enrolarse en el ejército de su patria. La Corona de
Berra había invadido copiosamente la frontera Norte y él quería luchar en su
contra. En cada batalla que libraba por aquellos años de 1,670 a 1,673 se
desnudaba por completo, como cuando vino al mundo, y montado en su caballo a
un sólo grito ensordecedor provocaba el infarto a quien se le ocurriera
ponérsele en frente. Nunca se supo si los infartos eran causados por él
mismo, o por el poder de su leyenda sobre las mentes supersticiosas de los
invasores. Mientras más batallas ganaba, más ascendía; y mientras más ascendía
más resfriados lo aquejaban. Fue así que en la peor de sus batallas, con
10,845 muertos bajo una pavorosa lluvia de Agosto, pescó una pulmonía que
acabó con su vida. Así que luego de su muerte el ejército de Chamberra
luchaba al desnudo en honor y en creencia de que el espíritu del general les
daría la misma facultad. El único inconveniente para el ejército, desde esa
fecha en adelante, fue que montaba a sus esposas y amantes en ropa completa
por temor de acabar con sus vidas. Así se instauró el pudor en toda
superficie dérmica de aquellas épocas. Costumbre que fue exportada y creída
durante más de 100 años, hasta que el poder del cuerpo fue perdiendo
fuerza, tanto como su confianza en él mismo y la desnudez volvió a verse en
todo Chamberra como un acto irrelevante.
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..:: MAuro ::..
2004
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